La Noche de los Lápices se denomina al hecho ocurrido aquel fatídico 16 de septiembre de 1976, y en días posteriores, en los que nueve estudiantes platenses fueron secuestrados, torturados y desaparecidos, tras marchar al entonces Ministerio de Obras Públicas en reclamo de la implementación del boleto estudiantil en las líneas de colectivos locales.
El fatídico operativo conjunto, entre efectivos policiales y del Batallón 601 de Ejército, tuvo por objetivo capturar a los jóvenes integrantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y de la Juventud Guevarista: Claudio De Acha, María Clara Ciocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Daniel Racer, Horacio Ungaro, Emilce Moler, Patricia Miranda y Pablo Díaz, que por aquel entonces tenían entre dieciséis y dieciocho años.
Todos fueron conducidos al centro clandestino de detención conocido como Arana, donde se los torturó durante semanas, y luego se los trasladó al Pozo de Banfield. Sólo Moler, Díaz y Miranda recuperaron la libertad tras permanecer varios años entre cautivos y detenidos, en tanto los seis restantes permanecen aún desaparecidos.
“El secuestro y desaparición de estudiantes secundarios intentó ser la medida ejemplificadora de la dictadura, que apuntada a cortar de plano cualquier atisbo de cuestionamiento político entre los sectores más jóvenes que comenzaban a posicionarse como un estorbo a los planes del gobierno de facto. Y, como era de rigor, dejarían que el relato del horror saliera de los centros clandestinos de detención para sembrar el miedo en la sociedad”, señaló Néstor Alende, Secretario de DDHH de la AJB. “Aquellxs chicxs no sólo lucharon por el boleto estudiantil, sino por el pasaje a una sociedad justa, digna de ser vivida por todos”, agregó Alende.
Recién desde 1998, cuando se aprobó la Ley Provincial 12.030, el Estado asumió ese hecho terrorista y comenzó a reflexionarse en las aulas de los colegios sobre las atrocidades cometidas por los represores durante la dictadura militar, y sobre la democracia y los derechos humanos.
Durante el juicio a las juntas militares, en 1985, se conocieron más detalles de aquellos jóvenes que desplegaban su militancia en centros de estudiantes de colegios secundarios, o participando de tareas de alfabetización en barrios pobres.
El silencio fue la norma de los asesinos. En los Juicios por la Verdad, que se realizaron en La Plata, los nombres de los represores señalados fueron Miguel Etchecolatz, Valentín Pretti, alias “Saracho”, y al ex cabo de la Bonaerense Roberto Grillo. Ellos tenían el secreto del destino de los adolescentes.
Más allá del castigo judicial por los crímenes, esos hombres vivieron su propio infierno privado. En el caso de Pretti, su hija Ana Rita pidió a la Justicia en 2005 cambiarse el apellido y usar el de su madre, Vagliatti. “No quiero nada de ese hombre, quiero borrar de mi historia ese apellido siniestro”. El torturador, dijo su hija, había participado en el secuestro y asesinato. “Me dijo que los tuvieron que matar”, contó.
Pretti murió en 2005 en medio de pesadillas y del miedo a ser castigado, pero ese pavor no le alcanzó para confesar el destino final de los adolescentes. El caso de Grillo es tétricamente similar y al mismo tiempo distinto. Los familiares de Ungaro participaron en una reunión confidencial con el policía donde les confesó, desequilibrado por incapacidad psiquiátrica: “Yo los tuve que quemar, hacer cenizas, pero no los maté, ya estaban muertos…. después no pude volver a comer carne nunca más”.
“Los genocidas creyeron que con esa muestra de crueldad acallarían las voces de rebeldía de la enorme multitud de jóvenes cuestionadores. Se equivocaron. Hoy siguen resonando aquellos gritos de alegría y de bronca. Y las víctimas de la noche de los lápices están presentes en cada escuela, cada marcha y en cada bandera de los centros de estudiantes que reivindican su lucha”, finalizó Néstor Alende.
La memoria venció al olvido y los lápices siguen escribiendo…